domingo, 27 de marzo de 2011

Una estancia en El Cairo

Es difícil substraerse al recorrido turístico de El Cairo, a ese que nos muestran en los folletos turísticos donde nos dan la perfecta postal de un cuento de las Mil y una noches: la Ciudadela con la gran Mezquita de Mohamed Ben Alí repleta de bulliciosos escolares; el zoco viejo de Khan el Khalili con sus baratijas y antigüedades pregonadas desde sus polvorientos callejones; el barrio fatimí con la milenaria mezquita de Al-Azhar y la famosa de Al-Husein y con los hombres de galabeya en las puertas de las madrasas o escuelas coránicas o en los cafés fumando el narguile, apostados sobre las desvencijadas sillas; y, como no, el inevitable paseo por Ghiza para contemplar las majestuosas Pirámides y el retrato en Saqqara frente a la construcción escalonada de Zoser y sus tumbas para los bueyes sagrados.

Se pregunta el escritor Naguib Mahfouz en su obra “El callejón de los milagros”: “ ¿A qué El Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes?” Pero la capital del país, fundada en el año 973 por el primer gobernante fatimí, acumula todos esos rostros y los expande como el jamesín o viento de arena por sus barrios y gentes y, en todos ellos, la mezcla se asoma sin estridencia con la sabiduría que dan las batallas y sus derrotas, con la fatalidad como principio.

Cuando el visitante abandona el viejo aeropuerto cairota, empieza a sospechar que la realidad se sobrepone a cualquier idea que se traiga en el equipaje. Atravesando el viejo barrio de Heliópolis bajo la hiriente luz veraniega, uno sabe que debe entregarse a la contemplación de la historia brotando por sus rincones, sobrecogerse ante la grandeza de sus palacios y mezquitas y no resistirse, en fin, ante la sorpresa que envuelve y confunde en la mezcla indefinible de olores entre el impenitente estruendo que ahoga los murmullos de los gatos hurgando en las basuras.

La ciudad invita a convertirse en ciudadano, a alinearse con sus gentes, a saborear los gustos y los colores, a no sufrir el infinito trasiego de los coches, bicicletas, carretas y guardianes en el caos de sus calles.

Desde la Terraza del Hilton, en la plaza del Tahrir, el Nilo refleja el estallido de luces que derraman las bombillas de las pequeñas embarcaciones abriéndose paso entre la espesura para celebrar el día de la Revolución. En la otra orilla, bajo el puente del mismo nombre, las familias se alivian con la brisa nocturna desde la explanada y algunos hombres lanzan sus cañas de pesca para sorpresa del visitante que acarrea sus temores sobre la bondad de las aguas.

Paseando por el barrio de Dokki-Agouza, el mercado de Siliman Gohor mantiene sus puestos abiertos en el borde de la madrugada. Las gallinas apenas sobreviven en las jaulas, en espera de clientes que se apiaden y terminen con el escaso hilo de vida que aún les queda.

El calor nocturno se mezcla con los hedores provenientes de las jaulas, con el aire perfumado de especias que se escapa del bazar de la esquina, con las sandías abiertas en canal ofreciendo su olor a los transeúntes.

La llegada de la noche no marca el final de la jornada, apenas se nota el bajón entre los suburbios y el paseo se extiende hasta los lugares que ofrecen placeres reconocidos, porque esta vieja dama conserva aún los garitos y estancias que recuerdan a la cosmopolita época del último rey que abdicó. Testimonio de la época de Faruk son el Restaurante Mahfouz, con su decoración arabesca y sus grandes espejos, con sus sirvientes coronados por el fez que ignoran el hambre de los que esperan con los objetos comprados en el antiguo zoco apilados bajo sus pies.

La isla de Zamalek, el suburbio más residencial, ofrece al occidental la posibilidad de recordar sus propias costumbres, comiendo en el restaurante francés L’Aubergine o tomando cerveza en el pub inglés Deals. Pero si la dicha del Nilo hipnotiza el alma, nada mejor que tomar la sopa de cebolla en el camarote del Pachá que, anclado en el limo, conserva la decadencia en sus bancos de terciopelo y en el ajado traje negro de su maître seguramente heredado de los tiempos de su inauguración en 1909. Las gentes, desde las falucas, saludan al comensal a través del ventanal y los ojos, ya de luciérnaga, se dejan cegar por los reflejos de las luces sobre el río.

En el final de los deseos, la danza oriental es la reina. Nada tiene que ver lo que se baila en los cruceros turísticos que recorren las aguas desde Assuán a Luxor para animación del turista, ignorante del movimiento del vientre como arte refinado. Si se empieza por el Palacio del Ghuri, nombre del último de los sultanes mamelucos antes de la invasión turca, la danza sagrada de los derviches vuelven
los ojos del revés siguiendo a los cuerpos que no cesan de girar sobre sí mismos.

Pero si el descenso es a lo mundano, los clubes nocturnos de los hoteles de lujo se llenan de bailarines en las noches de El Cairo y a ellos acuden aprendices desde cualquier parte del mundo para recibir su sabiduría al ritmo de la darbuka o el laúd. En el hotel Sheratón, cuentan con la presencia de las más reputadas bailarinas que como Fifi Abdu, pueden narcotizar al espectador con el cimbreante destello de sus caderas y el sutil baile de los velos al aire cargado de humo y arena.

En el camino de vuelta cabe la posibilidad de regatear con el taxista las cinco libras del trayecto o cruzar el puente a pie peleando con los chicos el bachis o propina que piden sin cesar cuando ven asomar las ropas del extranjero. Con los primeros cantos del almuecín lanzando sus primeros rezos desde las innumerables mezquitas, la recogida se hace necesaria aunque el reposo no pueda ser más que un duermevela pues ni los tronos de los sapos en la plaza de Ibn Affan, ni los vendedores de té otorgarán el silencio requerido para el descanso. Y en esta fatalidad es mejor olvidar las comodidades que uno guarda en la memoria.

El temprano sol te arrastra de nuevo al bullicio y si la jornada se presenta, sin remedio, turística es mejor comenzar reponiendo fuerzas en O Cristo, comiendo en su terraza el pescado más fresco y contemplando las Pirámides en el otro lado de la Avenida de Guiza.

>Hay que ajustar la idea de que tan majestuosa escena está a dos palmos de tus narices, que la eternidad se mezcla con el tráfico, que no hay desierto que recorrer pues ellas forman parte de este mundo contemporáneo tan cerca del visitante que es posible una cierta decepción pues las postales siempre envían el misterio entre la bruma arenosa, aislado de todo y de todos y ahora, se comprueba que están absorbidas por la ciudad.¿Cómo disparar fotos sin que se cuelen el par de japoneses?.

Confiando uno se acerca a los puestos del viejo zoco y oye ofertas en todos los idiomas mientras saborea el zumo de caña de azúcar que un tipo ha rascado de la mugrienta pileta dispuesto a enfermarse por no interrumpir el concierto de los gustos. Cuatro collares a mil “belas” sobrevuelan las cabezas de los turistas y el olor del cuero emborracha el sentido haciendo comprar para acallar la batalla de precios.

Volviendo sobre nuestros pasos, la plaza del Tahrir, ciega los ojos de las gentes en tropel que salen y entran del Hilton, las voces de los vendedores de papiros para el recuerdo peleando con los policías turísticos por el espacio donde pueden o no descargarse de sus mercancías, el bullicio en las taquillas del gran museo nacional, frente a la estatua de Champollion, homenaje de los egipcios al más ilustre de los arqueólogos, no cesa en el reparto de las entradas.

Los encargados de catalogar las copiosas piezas en el Museo Egipcio debieron desistir de su tarea abrumados por tan imposible labor pues algunas salas- especialmente la dedicada al ajuar funerario de Tutankamon- conservan la armonía necesaria para no perderse entre los siglos de esplendor. Son las momias en sus sarcófagos del periodo ptolomaico las que se quedaron sin ordenar y la vista va de un lugar a otro sin saber donde reposar pues la belleza, en su desorden, turba la paciencia del aprendiz y los rostros de ojos oblicuos no cesan en su mirada hacia la muerte rememorando los dulces paisajes del oasis.

Habrá que dividir la visita sobre las estancias para empaparse de la caótica belleza capaz de remover los tiempos y desatar cronologías en su fertilidad artística. No sorprende, pues, el desmayo de la elegante mujer ante la vitrina que custodia el trono del joven faraón que, coronado por el disco solar de Atón, es testigo del hecho. La elegante dama es recogida del suelo y en la túnica negra que lleva se resume el orden actual de este mundo: en pedrería bordada se congracia con Occidente bajo la firma del modisto francés Yves Saint Laurent.

Y en el tumulto del suceso se sale al encuentro reparador del cucharé que venden en uno de esos comedores populares para los oficinistas y estudiantes de la Universidad de Al-Azhar. El plato es bien barato y por una libra te ofrecen arroz bañado en puré de lentejas y aderezado con salsa picante de tomate.

Y en el empeño por mezclarse con lo cotidiano, puede el viajante coger el metro para fundirse desde lo subterráneo con el mar de ojos grandes que reprueban la osadía de querer dirigirte a la plaza de Ramsés en esos vagones que dividen a hombres y mujeres para cumplir los preceptos de pureza que han de observar en el trayecto.

La vieja estación de ferrocarriles es un amasijo de gentes con grandes bolsas huyendo a sus barrios; de mendigos con heridas y cicatrices expuestas para acongojar a los transeúntes en su compasión y agrandar el tamaño de la limosna.

Antes de partir en el tren rojo y amarillo, el llamado tren español que lleva a Alejandría, un reencuentro con el fastuoso barrio de Heliópolis nos muestra el Palacio del Barón, como popularmente se le conoce a este edificio construido por un arquitecto belga que fue uno de los urbanistas que en los años 30 diseñaron esta zona. Dejado a lo que determine el azar, pese a ser considerado premio nacional de arquitectura, el caserón conserva el estilo hindú y sus descuidados jardines de recreo tientan a la imaginación y el deseo de transgredir la pesada verja de hierro late en el alma del extranjero, ávido de penetrar en la barroca belleza del lugar.

Las noticias que trae el periódico Al-Ahram desvían la contemplación del paisaje que asoma desde la ventanilla del ferrocarrril: redada contra miembros de los Hermanos Musulmanes en el cerrado barrio de Imbaba, lugar que no aconsejan las agencias en el recorrido oficial de la ciudad. Repara, entonces, el visitante que el integrismo que ha mermado las arcas del estado no interviene en lo diario y como la vida es la misma en todas partes, la fatalidad no lleva a la desesperanza.

El Cairo, en su traducción árabe, significa “La Victoriosa” y en su honor lleva el no sucumbir en estas fatídicas y sangrientas cuestiones. Como la fatalidad enseña, el camino ha de recorrerse en todas direcciones porque nadie se libra de la definitiva hora y a nadie se le otorga el poder de elegir el modo en que ha de morir.

Capital del mundo árabe, reina nocturna de la historia, espera siempre tu retorno.

jueves, 24 de junio de 2010

Tormenta en Madrid

Luis, mi nuevo amigo, me cuenta siempre historias de camino a la plaza del Marqués de Salamanca. Es fea la comparación. Al fin y al cabo, mujer y hombre somos pero Luis me recuerda a mi abuela porque siempre me cuenta historias que me dejan con la atención rendida, vencida y desbocada. Luis nunca se despeina. Cuenta y cuenta. Me facilita el trabajo y me ayuda a sobrellevar todo lo nuevo que tanto me cuesta asimilar. Sin embargo, cae la tarde y la lanzadera que nos devuelve a casa se convierte en el salón de los grandes cuentos merced a su tensión literaria. Javier no nos acompaña porque es muy señorito y le incomoda el uso del servicio público. Pero yo no cambio estos paseos hacia la irrealidad que me proporciona mi frágil servidor público. Cada regreso a la vida, a la mala verdad del mundo, se me hace suave y pasajero porque él me acompaña con historias y lecciones que ya quisiera comprar el más rico de los ricos. El más idiota de los idiotas. Luis se merece todos los honores, la alegría de la compañía. El consuelo de los poetas, la justicia literaria. Tengo mucha suerte. En la torre abunda la buena educación, la paciencia, el verlas venir, la certeza de los sabios de verdad. Este calor que arrecia ha quedado sentenciado por la hermosa y nocturna tormenta que nos aligera el peso de la inminente transición. Luis está en París. Volveré sola a casa, sin una historia ejemplar que aligere mi pesadumbre y mi dolor. Grandes cambios amenazan con la división. Puede que Julio me desplace más lejos de mi asesor favorito, puede que las altas temperaturas me arrojen a un verano indefinido. Puede. Pero así nos coloquen en las antípodas de la razón política, yo tengo la certeza de que regresaré a casa de la mano de Luis, el peregrino silencioso y listo que me devuelve a Mayor cada día sin sombra con la que mal perder el entusiasmo.

miércoles, 16 de junio de 2010

Vive Montolive

No puedo explayarme. Jugar a Susanita se me antoja imposible porque aún recuerdo los buenos mandamientos de la educación. El deber me sujeta a la moralidad. Pero sí puedo contar que la diplomacia española, salvo ese fantasmilla que tanta gracia nos hizo en otros tiempos (sí, ese: Chencho Arias), se las ve y se las desea para sortear estas tempestades. A veces me rebelo contra su manía de pulcritud. A veces, los escucho. Bien pagados y situados donde el bombo quiso, no se desmelenan. No juegan a figurar ni a ganarse las llaves de este reino. Creamos una rara especie para defendernos de nosotros mismos. Y buehhhh, pos ahí están no más. Venden caros sus juicios y se guardan mucho de traicionar. Ese Chencho ha molestado a toda su ralea. Estudiaron demasiado como para aceptar que esa venganza cuchillera por no obtener la prebenda del consulado angelino, pague caro en boca ajena el desenjuague de tan alto y descarrilado alto funcionario. Pero la vida sigue. España pierde y acusa ansiedad frente al tanque suizo. La Torre espera el cambio ministerial. Mientras, la saga de los impertérritos, se dispone a continuar. Como si nada. Como si todo.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Volver

Creí que esta pagina se iba a cerrar por desidia y desuso pero no. Colea y vive y me deja entrar. Regresemos al juego de palabras, a la provocación.No vayamos a sentir la derrota cual Simao(nunca como mi gitano Quique ni como mi dueño Ufjalusi). ¡Cúantas promesas en barbecho o en verbena¡ Ea, a no callar, dicen que dijo la nuera de Bernarda Alba. Puto Sevilla. Muera toda su mala sangre y su ralea podrida. Madrid atlética y sabia puede más que esas viejas carretas. Vamos a pelear más. Por aquí nos reencontraremos.

Desde la torre

Puede que mi silencio se parezca a un estado comatoso, producto de la justicia poética. El encontronazo con Mérkel-Li-Ripou me dio alas pero éstas se fueron por donde llegaron porque la alegría del pobre, es bien sabido, dura lo que un suspiro. Pero aún peleo. Aún me sostengo en la primera fila del conocimiento y- oh sorpresa- del sistema. Sigamos por este camino, tan blandito y prudente. Un ratito lejos de la preplejidad y la rebeldía me vino bien. Ni cuartos ni quintos poderes me vencieron. Aquí estamos. Aúpa Atleti¡¡¡

lunes, 13 de octubre de 2008

A veces, Oscar

A veces, decimos quiénes no somos. A veces somos quiénes no decimos. El tiempo se desviste lento, preciso y coqueto frente a nuestras dudas. Te irás de a poquito, sin ruido, sin presumir, sin estremecer al gris portero de tu finca pero las calles seguirán recibiendo el barro atroz de tu lluvia. Mientras, en tu rincón azul, seguirás proclamando lo que serás pero no deseas. Obligado a permanecer en nuestra carnal memoria, irás menguando, achicando espacios.
Tal vez, la suerte se alíe con tus afortunados y te regresen retales de lotería, tal vez seas. Tal vez nos pintes mejor esta estancia en el planeta.
Allá vamos, con prisa, ansiosos, con ganas de coser las pocas certezas obtenidas al dobladillo del mundo.
Oscar brinda: Cicuta para todos. La bebemos a sabiendas, con la certeza de los innombrables. Oscar sabe más que todos y todos lo sabemos.
Ahí va: por tí, hermano, compañero de la Gran Tragicomedia. El mundo es nuestro teniéndote a tí.

lunes, 29 de septiembre de 2008

FÁBULA IMPROCEDENTE DE OTOÑO. EL DESPERTAR DE BARCULIA

1. EL ARRIBO DE MERKEL-LI-RIPOU


Nunca quiso que le otorgasen la gracia de esta tiranía, que la desterrasen al país de las lenguas perdidas, al reino más pequeño del Gran Imperio de Ripoudia, regentado por la estirpe de los Ripou desde hacía 300 años. La suerte estaba echada para Merkel-Li-Ripou; los dados se empeñaban en los unos y no pudo obtener de su padre y emperador, Shusta-Ba-Ripou, más que el gobierno del reino de Barculia. En otros tiempos, esta tierra de bibliotecarios suponía un peldaño, un escaparate, el punto de partida hacia la corte imperial de TazMoncol. Antes de Merkel-Li-Ripou, Egus-Ba-Ripou, tío de Merkel, torturó a sus ciudadanos sin despeinarse, lo que tiene mérito pues su cólera traspasó las lindes del imperio aunque se las ingenió para hacerse necesario como Mandón Imperial de las Palabras Ambiguas. En su primer paseo por la Gran Avenida de las Artes, Merkel, quedó preocupada por la omnipresencia de su antecesor. Tendria que sobreponerse y librarse de las 6.000 esfinges y los 2.000 retratos con los que había colmado el reino, en su inagotable voracidad propagandística. Egus, alias El Cardado, casi liquidó las arcas de Barculia, aumentando escandalosamente la partida dedicada a su autoalabanza pero, a fuerza de multiplicarse en imágenes, alcanzó el peldaño más preciado. Contaba con la ceguera de su hermano, el emperador, cuya debilidad por la propaganda del gesto desdibujaba cualquier rasgo de cordura. Nadie como Egus para multiplicarla por cada rincón. La espléndida visión de una Barculia reinventada con grandes bibliotecas y templos dedicados al Gran Diccionario de la Fanfarronería disminuyó el detalle de que en la mayoría de estos edificios, en su interior, apenas había libros en las estanterías, ni mesas apropiadas para el estudio, ni conservadores bien formados.
Merkel-Li-Ripou llegó a Barculia con poco equipaje y mucha rabia agazapada en su espíritu. Acompañada de su leal Max Biempobre, un mediocre poeta que desayunaba cada mañana un poema de los buenos remojado en sopa de ortiga, esperando que ese conjuro le tocase el alma, aunque fuera de ladito y alimentase su incapacidad lírica. La nueva gobernanta observó el plantel de altos ejecutivos que su tio Egus había dejado a su servicio. Si bien todos tenían la maldad suficiente como para formar parte de su ejecutivo, sólo se interesó por uno que combinaba las dos cualidades que ella consideraba necesarias para su mandato. La mezquindad y el servilismo de Ramsóm Depodar la llevaron al borde de su emoción. Para ostentar un alto cargo en Barculia, uno no debía ser ni muy listo ni muy tonto, pero el servilismo se premiaba, sobre todo si iba acompañado de una especial destreza para el saqueo y el terror. Ramsóm Depodar, sin duda, disponía de esas cualidades, a las que debía añadir un miedo atroz a no ser nadie. Todos en Barculia evitaban acercarse a él por dos razones: su mal olor corporal y sus dotes de torturador. Corría el rumor en todo el reino de que era peor acercarse a él que sufrir su colérica bronca rebosante de insultos y vejaciones. En el Consejo de Mandones, sus propios colegas se rifaban los puestos más alejados al suyo. Los condenados a sentarse junto a él, se rellenaban los huecos de la nariz con bolitas de algodón empapadas en hierbabuena para soportar las reuniones semanales del Consejo.
Merkel-Li-Ripou detuvo con largueza su mirada sobre los estrábicos ojos de Ramsóm. Dedujo que ese defecto se debía más bien a su carácter psicópata que a una degeneración física. Ramsóm era el Mandón General de Digitalia, la cancillería más relumbrante en la época de la imagen. Merkel creía comprender a su tío Egus por haber nombrado a este encorvado con apariencia de buitre abandonado en tan codiciado puesto: la propaganda es la propaganda, se dijo mientras torcía la nariz. No haré que se bañe, me conviene ese mal olor,mmm… Contrarrestaré con mi voz de soprano … En ese instante, Merkel compuso su estrategia. Antes de eliminar al plantel heredado de Egus, haría su farsa de la sencillez, es decir, visitaría todas las estancias administrativas y saludaría, uno a uno, a todos los empleados del reino. Su inseparable Max Biempobre estaría a su lado en su primera visita a las seis plantas del Palacio de las Siete Mandatas. Con estudiadas paraditas preguntó al encargado de intendencia, a la jefa de limpieza o a los vigilantes de puerta por su familia o el desempeño de su labor. Algo la inquietaba en su camino, mucho más que la omnipresente imagen de su tío Egus por cada rincón del edificio, algo que no podía descifrar ni su potente agudeza. Se le aclararon la ideas cuando llegó a la quinta planta: El joven Párvel Sequer, un oficial de imagen, al ser preguntado por su condición en el trabajo, le respondió con la sinceridad de los nobles de alma, con la valentía de los que saben darse por perdidos: Estaríamos mejor si nos devolvieran las tinajas de agua. Al requerírsele una explicación más exacta, no se detuvo Párvel, a pesar de la desafiante mirada de Ramsóm que, a esas horas, empezaba a afilar sus dagas contra el muchacho: Brutus el Lancero nos castigó por reclamar el domingo como festivo. Salió al quite su jefe y servil mano derecha (más bien garra sin más) de Ramsóm Depodar, Magno Lonetto. El fiel compinche de Ramsóm era todo un compendio de la impostación. Decían las lenguas que en realidad se llamaba Zaldos Corectus, un suevo, un conocido delincuente en la gendarmería de Cerdeñita. Se tenía la certeza de que había matado al verdadero sujeto que portaba su actual nombre y apellido. Intentó borrar la osadía de Párvel con un dramático gesto: Su Altanería, bienvenida a erta su casa, y, mientras su rodilla se estrellaba contra el mármol, sus dedos sudorosos depositaron un gran retrato enmarcado en plata cordobesa en los brazos de su nueva ama. Ignorando la ridiculez del gesto, ella traspasó el pesado obsequio a su chambelán, Max Biempobre, tratando de avanzar por la sala de los artistas. Merkel notó un nudo en el estómago. Algo parecido a la angustia descolocó su humor y pensó en abreviar su farsa del congraciarse porque no era éste el teatro que se había tejido. Aún así decidió avanzar, pero el forzudo jefe de pantallas, Cósimo Ávralos, rompió el aire a su paso y, sin detenerse en el cortejo, se carcajeó del cuadro: ¿Pero estamos en Flamencolandia? Tarde comprendió que la escena obligaba a una compostura para la que no estaba preparado. Jamás había visto a Egus fuera de las grandes ceremonias, y de Merkel-Li-Ripou solo atinó a fijarse en su melena de estropajo. Una carcajada aún más impertinente sonó al final del pasillo: una chica saludó alegre a Cósimo y se fue con él sin que la nueva tirana pudiera echarle el ojo. Como si nada pasara, Merkel sobreactuaba escondiendo su lividez. Ramsóm Depodar le propuso acercarse al estudio de pintura. Fue ahí donde la comedia rozó el fracaso: Las hermanas pintoras, Clara y Elisa Martoli, sin dejar de ser educadas, saludaron a la nueva mandataria con un breve y unísono: "Bien, gracias", levantándose para ir a desayunar. Se les unió al número otro compañero pintor, Francesc Cuétar. Ramsóm, tragando toda su saliva, tiró de la chaqueta del Jefe de la Biblioteca Digital, Maranus Mikeli, quien, por no caer sobre Merkel, aplastó el pie a Max Biempobre. Las explicaciones de Maranus tratando de sacar el do más alto de su voz para apaciguar el ruidoso abandono de los artistas corriendo felices a repostar su ánimo, fue preludio del golpe de gracia. Párvel, que aún seguía en la escena, remató el esperpento: Bienvenida, señora, me bajo a desayunar. Magno Lonetto y Ramsóm Depodar intentaron agrandarse, conservar la fanfarria de la etiqueta pero Merkel se resintió. Ya tuvo suficiente. La sexta planta sería un rápido pasar con promesa mentirosa. Ya volvería con tiempo. Pero la sexta planta, de repente, se hizo décima. En el rellano de la escalera, el encargado de Publicaciones Barculianas, Dómine Cáster, se dirigió airado y sin miramiento a Magno Lonetto: ¿Cómo crees que puedo publicar tu panfleto si pones ensayo con "ll" y obra con "h"? Le arrojó los folios a los pies y se giró gritando: No imprimo nada tuyo hasta que vayas a la escuela nocturna. Buenos días.
Esa noche, Merkel-Li-Ripou odió a su padre, a Egus, a todo el mundo. Asegurándose de que todo el servicio dormía, derramó su rabia contra el secreter. La suave voz que la distinguía desapareció en las tinieblas de Barculia. Desentonó, sobrehumana y herida, sus intenciones de urgencia: Me quedo con Ramsóm. A éste le puedo medir su debilidad. Lo haré temblar hasta que acabe con todos. Y los voy a ahogar con tinajas de agua. El servicio, alarmado, se levantó con los desgarros creyendo que urracas enloquecidas habían invadido de nuevo los altos del palacio. Esos alaridos no podían ser humanos. Solo Max Biempobre prosiguió su tarea,que no era otra que copiar "Contra Jaime Gil de Biedma" para atragantarse el siguiente desayuno. Mientras cortaba el poema en pedacitos con los que condimentar su sopa de ortigas, alcanzó a descifrar el último lamento de su dueña: ¡Son inteligentes!
Ni uno ni otra sabían todavía la conveniente ristra de embustes que tendrían que fabricar para adueñarse del lugar.